lunes, 25 de abril de 2016

AEROPUERTO


Ayer volé en avión. Te tratan como a un dios, porque reman a contracorriente. Azafatas y azafatos  de voz tranquila, corteses y amables; intentando contradecir nuestros miedos apocalípticos. Hasta que este mundo acabe no podrán librarse del prejuicio cinematográfico de la peligrosidad, aunque también haya debate al respecto. En el ABC, Cristian Quimbiulco declaró el 27 de marzo que el avión es en realidad el medio más seguro que existe (y también afirmó lo mismo Superman después de salvar uno de estrellarse, en una de sus últimas películas), contradijo esto Pablo Pardo para El Mundo sólo un día después, argumentando que dicha conclusión se basa en la distancia recorrida cuando debería tener en cuenta el número de viajes. Ya se sabe, existen la mentira, la verdad... y la estadística. Según como manipulemos los datos, el resultado será totalmente distinto. ¿Quién tiene razón? Los prudentes supongo.

La verdad es que me gustan los aviones. De pequeño, recuerdo colarme con mi abuelo en el campo de golf. Allí, al otro lado de la valla, podíamos ver los aviones hasta que cruzaban las nubes. Aeropuerto es también una canción del grupo granadino Los Planetas, BSO oficial de esta columna, sobre todo cuando J. canta: "escuchábamos aviones despegar, aunque estábamos muy lejos"...

Volviendo al trayecto Santiago de Compostela- Sevilla de ayer, se sentó a mi lado una mujer de mediana edad y bastante ancha (lo cual sí tiene importancia para lo que voy a decir aquí), jugaba a un juego extraño en un móvil gigantesco. Yo había dormido poco, así que dormí entonces. Cuando desperté, mis oídos estaban a punto de estallar y el calor del Sur había llegado. Como sólo puedo cargar una mochila de equipaje y ahí apenas caben mis cosas, llevaba puestos y superpuestos varios jerseys, uno encima del otro. Pero no comencé a sudar por la acumulación de ropa, sino ese dolor punzante y desastroso en mis oídos. Traté de taparme las orejas pero la cruel sensación no dejaba de acompañarme. Y mientras mis rodillas y las de ella se tocan por lo ancho de sus piernas, yo me balanceaba de un lado a otro, soltaba quejidos, tapaba y destapaba mi cabeza... quedan quince minutos y apenas comienzan a entreverse los trazos verdes y amarillos del campo andaluz.



Cuando las patas del pájaro rozaron suelo sevillano, yo ya había dejado de retorcerme, pero aún sentía dolor. Mi acompañante leía en su móvil "Decálogo para ser una buena madre", yo obviamente no seguí leyendo pero creo que el decálogo para ser una buena madre es algo parecido a 1,2,3,4,5:  preguntar qué tal está o al menos mediar palabra con una persona que durante poco menos de una hora se retuerce a tu lado. Si no te apenas por alguien que toca tus rodillas, ¿por qué ibas a hacerlo por los miles o millones que mueren y sufren pero no puedes ver; las noticias que lees, las entrevistas que escuchas, los refugiados, los deshauciados? Porque 6,7,8,9,10: esa persona que sufre solitaria y a tu lado- que en este caso es lo mismo- un día será tu hijo.

Otras veces viajo en bus. El mismo trayecto dura 8 veces más. Casi todos subimos a él en solitario, y a pesar de sentarnos con alguien durante tanto tiempo, nadie llega a hablar, escuchándose un largo silencio. Obviamente, soy cómplice. Neuróticos durante horas con nuestros putos móviles, buscando lejos lo que tenemos al lado, quedándonos ciegos a la luz y calor de una pantalla, desconectados (del mundo, quiero decir) mientras alguien pisa el acelerador.

La única vez que hablé con alguien en el autobús A Coruña- Algeciras fue el otro día. Y fue gracias al móvil. La chica tenía unos veintipoco años y se sentó a mi izquierda. Yo, de tan aburrido, llevaba la mejilla pegada a la ventana y escuchaba caer las gotas de lluvia. De vez en cuando, tímidamente, miraba hacia ella. Puso a cargar su teléfono. Yo pensaba que no había enchufes, de lo escondidos que estaban. Y a raíz de esto le hablé, puse a cargar también el mío y luego volvió a reinar el silencio mientras avanzábamos.


Imágenes de Photopin y Wikimedia Commons

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