martes, 13 de marzo de 2018

Testigo de cargo


Película
Título: Testigo de cargo
Título original: Witness for the Prosecution
Director: Billy Wilder
Año: 1957
Duración:114 minutos

Uno no debería escribir sobre una película mucho después de verla, puesto que la memoria es limitada, pero tampoco justo después, ya que necesitamos algo de reposo para valorar las cosas en su justa medida. 

Finaliza Testigo de cargo con su espectador bastante satisfecho, diálogos frescos, ese toque enternecedor tan Wilder (el protagonista quiere lanzar al mercado batidoras que separan la clara de la yema), la agradable mezcla entre drama y comedia, un sentido del entretenimiento que sigue funcionando 50 años después, etcétera.

Después de una aclaración tan necesaria como que esta cinta, basada en una obra de teatro de Agatha Christie, funciona a las mil maravillas como entretenimiento, y es perfecta en ese plano, parece exagerado definirla como una obra maestra del cine con mayúsculas, puesto que son dos horas que pasan volando pero nuestra vida continúa exactamente igual, como si hubiésemos dedicado ese tiempo a cualquier otra dulzura, ya fuera una conversación agradable o un paseo por el parque. 

Las comparaciones son odiosas con otro drama judicial del mismo año, 12 hombres sin piedad, que supera a la cinta de Wilder no solo por su simplicidad tan pura (una docena de personas encerradas juntas), sino porque resulta un trampolín a la reflexión.

 En cambio, los diálogos de Testigo de cargo son también inteligentes, pero se vacían en sí mismos, no llevan a nada más que a tristezas o alegrías momentáneas. No se me ocurre cómo podrían cambiar la concepción de alguien sobre cualquier cosa.

El protagonista aquí, un exitoso abogado interpretado por Charles Laughton, es uno de esos extraños seres, como el doctor House, que hacen tan bien su trabajo como para situarse por encima del bien y del mal, así que nadie parece odiarle pese a su forma de actuar, que en condiciones normales terminaría en una piedra directa a su cabeza y bailaré sobre tu tumba.

Del mismo modo, parece que para mucha gente algunos iconos del cine, como pueden ser este director, o unos hermanos Marx que en la realidad no superan comparación con obras más recientes y nada ensalzadas del estilo de Aterriza como Puedas, estén por encima del bien o del mal. Pero creo que, siendo honestos, son tan claras las virtudes, razones de su espectacular éxito, como sus limitaciones.

Wilder logró una tragicomedia eterna sobre un hombre sospechoso de asesinar a una anciana, una obra que pasarán más años y conseguirá siempre lo que se propone, divertir, pero aún a pesar de algunas escenas memorables, me ha durado lo que dura, después a otra cosa sin efectos secundarios. Cuando el final de la película definitiva será, en realidad, un nuevo comienzo.

De todos modos, resulta otra obra notable que añadir a una larga lista, entre ellas la romántica El Apartamento o la periodística Primera Plana.


NOTA: 8


martes, 27 de febrero de 2018

El Maquinista


Película
Título: El Maquinista

Duración: 141 minutos
Año: 2004
Director: Brad Anderson

Sin entrar en demasiados detalles, considero a El Maquinista como una de las películas en las que mejor se ha retratado la paranoia. 

Pero para empezar, unas definiciones. Llamo inteligencia al adaptarse a algo. Por ejemplo, inteligencia social sería saber tratar con los demás, entendiendo sus motivaciones, necesidades y forma de comportarse. Así, se acompasa lo propio con lo ajeno y terminan por lograrse los fines de unos y otros sin tropiezos ni grandes disputas. 

El político más idiota será el que nos lleve a la guerra, civil o internacional. No ya solo por las obvias (y gigantescas) pérdidas que conllevan, sino por ese rancio todos contra todos, todos chocando y restándose entre sí en vez de sumarse.

 De igual modo, en el plano artístico denominaría inteligencia a la capacidad de moverse como pez en el agua entre lienzos, componiendo líneas de texto o interpretando, como si fuese el violín una extensión de uno, tanto de sus brazos como de su alma.



Tráiler de la película

Y a pesar de la estupidez, considero que el contrario geométrico, perfecto, de la inteligencia se encuentra solo en la demencia más estricta. Porque un tonto es poco listo, pero siempre algo. También se defiende y utiliza sus recursos,  solo que tiene pocos. 

Un loco, en cambio, es pirómano de sí mismo, anti-intuitivo y anti-inteligente. Tirará sus virtudes por la borda hasta que no le queden más que defectos. Uno está en mala posición, otro corre desbocado y marcha atrás.

 Siempre existirán diferencias entre el mundo que percibe una persona y el que advierten las demás. De hecho, ahí descansa la tragedia de lo humano. Ser increíblemente avanzados con respecto a un simio o una mota de polvo; pero nunca definitivos, como puente a medio camino entre la nulidad y lo que solo somos quienes de soñar. Aptos para la sabiduría, incapaces de alcanzar la verdadera, solo ésta fragmentaria y a dura penas que tengo, aprendiendo unas cosas mientras se olvidan otras.

El ser humano es como aquel atleta que queda segundo por unas centésimas en la gran final, y solo son centésimas las que le separan de la gloria, pero son, y cuanto más se piensan más grandes se vuelven, recordemos la paradoja de Aquiles y la tortuga.

Infinitas centésimas que significan el SÍ y el NO, la victoria y la derrota para toda la eternidad. Y pierde más el segundo corredor que quien alcanzó la línea de meta de penúltimo, cuando ya se habían marchado todos y nadie miraba, los que colaboraron repartiendo aguas o el simple decorado.

 En suma, lo humano resiste como puede, chapoteando en un lodazal de imperfección y miopía, y cuando su divergencia con respecto a lo verdadero alcanza cotas máximas llegamos a la esquizofrenia.

El protagonista de esta cinta, protagonizado por un Christian Bale soberbio y decrépito, vive en la penumbra, y solo podemos entender su existencia a partir de dos senderos que se bifurcan, cada vez más contradictorios entre sí: lo que él vive y lo que los demás le ven vivir. 

Así que su cuerpo malgastado y enfermo no le supone un problema, y está confuso, muy confuso, tanto que por el momento solo sabe culpar de su propio desconcierto a las conspiraciones de otros. Uno, mientras discurren los minutos de la película, lo intuye. Temes que su protagonista llegue al borde del precipicio, y entendiendo peñascos por nubarrones y nubarrones por peñascos, siga caminando. 

Mientras que quien sufre su propia desgracia asegura estar bien, el espectador la sufre toda la cinta, porque, a la manera de un cuadro cubista, admira superpuestas la realidad que ocurre, la que Trevor piensa que es y el pasado lejano. Así que terminamos confusos, sin conocer trazos firmes que separaren unas de otras, dudando si no fue todo la pesadilla de un hombre atormentado que no puede dormir. 

NOTA: 8,3

lunes, 26 de febrero de 2018

The Stooges: Funhouse


Disco
Título: Funhouse
Estilo: Rock
Grupo: The Stooges
Año: 1970
Duración: 36 minutos


Bienvenidos al rock. Dudo que exista un disco tan fácil de reseñar que éste. Bastaría con resumiros los primeros quince segundos: ritmo pecaminoso, riff definitivo y los primeros "palabros" de Iggy Pop. No podían ser otros que (cito textualmente): "¡Uuuuuh! RAAAAAAH! ¡Fu!" Pero, ¿quién ha dejado suelto a este tío?

Abramos en Change.org una petición para que los académicos estudien e introduzcan en el diccionario el significado de los diferentes bramidos de la especie Iggy. Ya adelanto que la mitad de ellos podrían servir como onomatopeya de sexo oral practicado a una mujer.

Le llaman la Iguana, pero si no fuera iguana buscaríamos otra cosa, también podría ser El Diplodocus, El Dragón de Komodo, El Castrón Dorado. Cualquier bestia menos El Rey Lagarto: ése se lo ha pillado Jim Morrison. 


Desenfrenados. Empieza en el 1:42. Atención a ese sonido de BATERÍA.


Si Down On The Street es un ejemplo perfecto de rock and roll infernal, Loose va sobrada de aquello que los jóvenes de hoy en día llaman swag. El de Funhouse es un rock tan caótico, subversivo y radical que por momentos parece jazz. T.V. Eye resulta igualmente enérgica pero más plana. Da lo mismo: esta gente consiguen que no baje del sobresaliente a empujones de carisma y furia. 

Dirt, el lamento del diablo. 1970, ¡tiene un solo de saxofón! Instrumento que ya será aprovechado hasta el final, en las caóticas Fun House y L.A. Blues, improvisación cacofónica de las que, para ser sincero, se le daban mejor a Velvet Underground o Sonic Youth.

Pero no deja de suponer la metáfora curiosa de que este ejercicio de rock destructivo termine por autodestruirse; como aquellos mensajes bomba de las películas de espionaje. 

36 minutos, solo 7 canciones, una portada de fuego. No hace falta que nadie salve el rock: ya lo habían salvado para siempre en los 70. Ni Rolling Stones, ni AC/ DC ni ná. Nadie llevó más lejos el salvajismo inherente al rock and roll que los Stooges.

La sensación perenne es la de que, si Iggy no cantara, estaría atracándote a pie de pistola. No, muy sofisticado, le arrancaría la cabeza a sus hijos como Saturno. Así que, en definitiva: "¡Brrrrrrr! ¡Ougggghhhhh! ¡Loooook out!"


Y qué hay de esta pieza de coleccionista. Al micrófono y todavía improvisando sus rituales de apareamiento, un león en celo. Que alguien lo psicoanalice si quiere. Fijémonos en ese técnico que se acerca con más cuidado que un cuidador del zoo a la jaula de felinos. Y ese final magreándose con los altavoces. Energía, actitud y, por supuesto, locura como para que nos encierren a todos.

Down on the Street: 9,8
Loose: 9,8
T.V. Eye: 8,8
Dirt: 8,7
1970: 8,9
Fun House: 9,3
L.A. Blues: -

NOTA: 9,25

sábado, 24 de febrero de 2018

Tom Gauld: En la cocina con Kafka



Cómic
Título: En la cocina con Kafka
Autor: Tom Gauld
Género: Tiras cómicas
Año: 2017


En la cocina con Kafka reúne un ciento de tiras cómicas que reflexionan sobre arte, vida y tecnología. El sistema tradicional (historias contadas a través de unas 4 ó 5 viñetas) es retorcido, simplificado o directamente sustituido para expresar las ideas con una simpleza pura, desprovista de cualquier elemento innecesario.

Así, aparecen inventarios y colecciones, mapas con su respectiva leyenda, dibujos a una página a los que se les añaden elementos descriptivos, parodias de pasatiempos y formatos digitales, o incluso el aprovechamiento de las matemáticas en gráficas estadísticas. El dibujo, colorista y expresivo, busca también la simplificación de las formas. 

Todo ello para tratar de forma indistinta lo trivial y lo trascendente. Fantasear posibles secuelas de Tiburón, diferenciar las intenciones de los asistentes a una manifestación o ironizar sobre la dificultad de escribir una biografía sin herir las susceptibilidades de tus seres íntimos. Estamos en la época del conocimiento en cápsulas, de los tweets. Por lo que el formato de la tira cómica queda de fábula para explicar y comprender la paradójica realidad que vivimos.

La  idea general del tomo sería cómo los avances tecnológicos han condicionado la contemplación del arte, llegando incluso a arrinconarlo.Una época llena de posibilidades de ocio (y distracción, sobre todo distracción) en la que ha perdido su lógica mandar a los niños leer un clásico, porque la gran mayoría van a verse la película o leerse el resumen de Wikipedia. El que se lo compre y le dedique horas se sentirá poco menos que un tonto que tira el tiempo. ¡Y luego suspender matemáticas, imagínate!

Un subtema recurrente es la difícil disyuntiva de la adaptación cinematográfica: por un lado, puede suponer para el escritor/a la llegada de retribuciones económicas y el acercamiento de su obra al gran público; por otro, (además de la posible existencia de discordancias con respecto al original), que el cine pueda llevar al libro a un paradójico olvido, dentro de la concepción utilitarista. Cada vez más personas lo conocerán, pero ¿qué porcentaje de ellas lo van a leer?

Quizás en lucha con esta realidad, que tan poca gente vaya a leer un libro (quince horas) cuando puede ver la película (solo dos), se haya inventado aquello de que siempre la película es peor que el libro. Algo que tiene su cierta lógica, se supone que la obra primigenia (que además, suponemos que se adapta al ser buena de por sí) va a ser superior a sus adaptaciones, normalmente meros intentos de aprovechamiento comercial. Pero tenemos el caso de Batman por ejemplo, con películas y videojuegos que han sido más alabados que la mayoría de sus cómics.




También podríamos hablar de aquellos temas que abordó Umberto Eco en su Apocalípticos e Integrados: cómo conviven en un mismo ecosistema cultural lo arriesgado y único con obras prefrabricadas pensando en el consumo masivo. Así, Gauld nos habla de una serie de factores que no son tan cruciales para la calidad final de la obra teatral o cinematográfica como para su éxito: los actores famosos, los efectos especiales, el texto abreviado o íntegro, la música de moda, los intentos experimentales, la duración...

La tecnología, en suma, ha afectado transversalmente a todos los aspectos de nuestra vida cotidiana: el dormir, el comer, la práctica deportiva, la socialización y por supuesto la contemplación artística. Tanto el contexto general como unos nuevos formatos (caso de el e-book) condicionan nuestra forma de leer libros, y por tanto la producción de ellos.

Gauld fantasea con unas píldoras cuya ingestión supondría la lectura inmediata de un clásico. Aunque no existan todavía, el paradigma actual se inscribe en la tendencia que llevaría a ellas: todo el mundo da por terminado El Quijote porque ha leído por encima adaptaciones en el colegio (hace diez o treinta años), ha sonreído con tiras gráficas que lo parodiaban o leyó algún tweet que referenciaba la obra cervantina. Todo el mundo siente que lo ha leído, pero en realidad muy pocos lo han hecho, y mucho menos los dos tomos.

Diferentes soportes condicionan distintos usos: no es lo mismo leer a partir de las hojas de un libro (que sí, puede utilizarse para equilibrar una mesa que cojea, pero teóricamente ha nacido para eso, ser leído) que hacer lo mismo en un Ipad. Además, en un libro cabe solo una obra o un número escaso de ellas, frente al inmenso poder para el almacenaje de lo informático.

Aunque La cocina con Kafka es en realidad el título de una sola de las tiras, no desentona para el conjunto, puesto que muchas de ellas hablan precisamente del proceso de cocción de una obra literaria.

El lector se encuentra con una obra concreta, finalizada, de un sentido y dirección. Pero en la mente del autor/a se hallaban superpuestas varias opciones diferentes y contradictorias hasta que tomó la decisión final. Aquí nos encontramos con una escritora preguntándose si un chiste es bueno o no, o con Herman Melville decidiendo el título de su más famosa obra.

Gauld nos habla de una sociedad en el que la información general es tan democrática como superficial: políticos manipulando los hechos a su favor a través de la fuerza y maleabilidad de la palabra; la atención prestada más a quién hace las obras que a las obras en sí, cuando debería ser al revés. Hoy, casi cualquiera te puede hablar de Reverte por ejemplo, pero de sus obras, ¿quién?

También le ha sido concedido su espacio al estilo del periódico digital, que por una simple razón (que sus usuarios lo premien en lugar de castigarlo) viven de la espectacularización, para sobrevivir en la encarnizada lucha por llamar la atención de un espectador fragmentado, cuando no sonámbulo.

La última tira cómica, "El libro gracioso" parece apelar a una diferenciación entre el disfrute artístico (que debería ser personal y solitario) y la reflexión posterior, edificadora en compañía. Pero actualmente parece haberse roto esta dicotomía, y ya en un mitin político la acción paralela en redes sociales (comentarios de aspectos que normalmente quedarían en anecdóticos) se erige como tan real como el debate en sí mismo. Y eso define a este siglo: la confusión entre realidad y ficción.

NOTA: 8