NIEVE EN ZARAGOZA
Aunque
no seamos conscientes de ello, contamos historias constantemente -es
inevitable- en la sucesión de nuestros actos. Ahora simplemente voy a
dejar una por escrito.
Entre
ayer y hoy, sin saber muy bien por qué ni para qué, he pasado un día a
solas en Zaragoza, ciudad que para mí es laberinto porque nunca antes la
había visitado.
Buscaba un milagro.
Lo
dificultó el hecho de llegar física y mentalmente regular, así que
durante la noche no hice nada reseñable: buscar una pensión, acostarme y
dormir. Desperté a las diez, soñé hasta las doce y me levantaron a la
una dos golpes en la puerta. Desayuné y comí en el mismo sitio (la
cafetería de la pensión) y de una sola vez.
Mi intención era pasear un poco, ver la catedral, perderme por ahí, pero empezó a llover y eso me ató a la silla.
Leí
todos los periódicos, los regionales celebraban -alguno incluso en
primera plana- las victorias de Toni Abadía y Cristina Espejo en sus
categorías respectivas del campeonato de España de Campo a través
celebrado este fin de semana en Calatayud.
El
Mundo hablaba de una manifestación taurina a la que asistieron 50.000
personas. Coincidencias de la vida, un diario cuyo nombre no recuerdo
relataba otra reunión también taurina, a la que sólo fueron 10.000
personas, y se celebró el mismo día en el mismo sitio. El Periodismo es
una carrera de letras.
De
repente, comenzó a nevar. Diez años que no cae una así en Zaragoza,
dijo el camarero. Yo pensé: vaya cosa, más tiempo hace que no gana 1-2
el Madrid a las Palmas marcando Casemiro en los últimos cinco minutos; y
aunque la mitad de las páginas del Marca traten sobre ese equipo,
pasará casi una eternidad hasta que vuelva a leer de nuevo en ellas la
crónica de este partido, a menos que todo (presente, pasado, futuro,
posible, imposible) esté sucediendo a la vez, de forma simultánea, como
creen los dioses.
La gente se agolpa en la puerta para fotografiar el lento, perezoso caer de la nieve.
Al final, pasé todo el día en el bar.
La cuestión es que allí había un tipo, pegado a la barra por la fuerza gravitatoria de un par de cervezas, que cada quince minutos gritaba: "¡va a cuajar, ya va a cuajar seguro!" O mejor
dicho gruñía, porque tenía las cuerdas vocales rotas y sus palabras
sonaban como el eco de una sierra cortando metal. Miraba a los presentes
con los ojos iluminados, sintiendo esa fraternidad que une a los
espectadores de un suceso extraordinario: sí, mientras que para mí sólo
nevaba, él veía un pequeño milagro en cada copo, supongo que al ser
blancos (como la camiseta del CAS, o la de la selección gallega)
encierran todos los colores y lo que uno quiera ver en ellos.
En
fin, ¿qué sentido tiene maravillarse por un fenómeno meteorológico? La
cuestión es que al fulano le hacía mucha ilusión. Cuando se marchó,
arrastrando la pata de palo, todavía gritaba: "¡ahora, ahora va a
cuajar!" Al final salí, para coger el tren. No había cuajado una puta
mierda. Pero yo había perdido y él ganado: vivió algo sobrenatural. Para mí, fue un día insustancial en el que no ocurrió nada, él recordará esto como un tótem mientras sus pies caminen sobre la tierra.
A
veces te esfuerzas meses, años, y luego nada. Yo pienso que los
milagros no existen, ¡qué cojones!, claro que no existen, pero
paradójicamente necesito creer en ellos, así que me vendría bien tener
cerca, en lugar de esa voz que me culpa y me castiga, al viejo pirata, y
que cuando escriba, corra o entregue mi alma a cualquier cosa, grite: "
¡que va a cuajar! ¡está a punto de ocurrir el milagro!" Aunque luego,
obviamente, no sea cierto.
Entonces pienso: si ya tengo algo parecido, sólo que no les había hecho caso, de puro escepticismo.
Toda
esa gente que me apoya pase lo que pase, y sigue depositando en mí su
confianza sin sentido aparente, como mi madre, que siempre encuentra una
excusa cuando pierdo: que si eran mayores, que si había estado enfermo,
que si era muy larga la prueba, que si era corta, que si había barro, o
curvas, o cuestas, o era jodidamente llano el circuito. Y yo, en vez de
agradecérselo, me enfadaba con ella.
Querría volver a ser uno de esos niños que construyen por décima vez el castillo de arena que nueve veces han tumbado las olas.
Así
que, en conclusión, esto va por todos mis compañeros, y los compañeros
de todos, hombres y mujeres que no hayan cedido al realismo. Seguid creyendo en milagros,
por los que ya no podemos. Os necesitamos.
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