viernes, 25 de noviembre de 2016

Una fiesta a la que fui


Anteayer fue la noche de los ojos abiertos a las cuatro, mañana la misión imposible
despertarse sin despertador -el teléfono se ha roto-,
levantar mi cuerpo pesado en ausencia de brazos que tiren de él.

(Re)costado bajo un torbellino de mantas ásperas y sábanas finas, escucho quiera o no quiera los latigazos/ altavoz,
el patear/ pies incansables
risas, palmadas, gritos: adueñándose del silencio.

Aunque tapone ambos oídos, surcará mi interior antes frío la existencia sonora de esa fiesta.

Por mucho que esconda estas retinas cansadas tras la suavidad del párpado, sigo viendo los cigarros blancos consumiéndose/ consumiendo cuerpos vestidos y desnudos, las gargantas quebradas de alzarse contra la barahúnda, mezclas tibias de líquidos, sonrisas femeninas apareciendo, desapareciendo.

Y como estoy en la fiesta, sonoramente, visualmente, con cada uno de mis sentidos y pedazos de ser, no puedo dormir.

Negrones profundos, lametones;
caricias disimuladas y el corte afilado de un cristal roto cruzan, rompen la carne que me constituye por fuera.

Emociones eróticas, sentimientos de dolor físico y pequeñez en el mundo;
alegrías mudables pero verdaderas alcanzan, crujen el alma que soy por dentro. 

Huelo fragancias caras y sudores rancios entrecruzándose mediante el beso; saboreo cinco variedades distintas de alcohol deslizándose y ardiendo. 

 No pude dormir, soñé que aun tirado en cama los ruidos de aquella fiesta me impedían soñar.

Y mi mayor derrota es que, aunque no pueda recordarlo -son fantasías nocturnas, olvidadas al roce de esta realidad-, sé que he soñado infinitas veces con infinitas fiestas frustrantes de mi dormir;

cada alucinación no es sino el despertar de otra anterior;

y así escalando sueños llegué a un mundo mágico, impreciso, contrario al tuyo: pero  las palabras son terrenas así que callarme la única manera que tengo de explicarlo (...)

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