viernes, 24 de febrero de 2017

La NASA descubre planetas habitables y los románticos no saben si alegrarse o morirse de pena



De pequeño, soñaba con dedicarme a dos profesiones científicas sin mucho más en común que lo poéticas que eran para mí, la paleontología y la astronomía (en la astrología nunca creí, ni, afortunadamente, me hicieron creer). Me apasionaban los dinosaurios, pioneros en dominar tierra, mar y aire, aunque desde la irracionalidad: fueron los jefes antes que nadie, pero no lo fueron, porque no podían saberlo.

En cuanto a mí, me pasaba el día de cuclillas, siéndome esquivo el tan indispensable arte de atar los cordones de los zapatos, y entonces o en cualquier otro momento de la agotadora jornada escolar, recordaba mi exhaustivo conocimiento de casi todas las especies de dinosaurio que salían en los libros, sabía incluso más que las que se me han olvidado.

En un momento perdido de mi infancia, me disponía a comprar otro libro de dinosaurios en una gran superficie (creo que Alcampo); y mi padre me lo impidió, con el argumento de que ya tenía demasiados, cambiándolo por uno de frases hechas, lleno de ilustraciones bizarras a toda página. El tiempo, con su poder igualador, ha terminado por darle la razón; ahora que he perdido tanto aquel volumen como la colección entera.

Aún hoy sobrevive a dieta muy estricta, en recónditas regiones de mi hipocampo, un feliz recuerdo de aquellos documentales de la BBC, y Velocirraptors de plástico hundiéndose en la bañera o luchando brutalmente contra un Action-Man de mercadillo. Pero esta pasión, más pronto que tarde, fue barrida de la realidad por la realidad misma, en cuanto le di un par de vueltas a que el noble oficio de la paleontología no se trataba de cabalgar Diplodocus y curar Iguanodones heridos de bala, sino de leer libros bastante más gordos y aburridos que los míos, estudiar informes y limpiar arena de desierto buscando ese diente que el saurópodo dejó de utilizar hace 125 millones de años. Encontrar una aguja en un pajar, que en el Jurásico fue un lago o una jungla. Luego, cuando seguí madurando, me di cuenta de que rastrear desiertos no era tan mal negocio después de todo, y quizás haya malgastado mi juventud al alejarme de la Era Mesozoica. Pero ésa es otra historia.

En cuanto a la astronomía, me encantaba el cielo nocturno por lo sublime e inabarcable que es, pero también terminé desistiendo, por lo sublime e inabarcable que siempre será para mí y para cualquier hormiga humana. De todos modos, creo que mi niñez, allá por 2004, representó la mejor época para mirar al cielo, eléctrica pero no electrónica digital. Hacía tiempo ya que habíamos tapado las estrellas; pero aún no estaban tan fácilmente disponibles como ahora, en el (pseudo) Universo paralelo que surge tras un click; así que la sugestión y la imaginación continuaban a flor de piel.

En esas noches, escasas, en las que dormías a campo abierto, o caminabas por senderos de tierra alejados del gentío urbano; seguías un reguero de luces como de otro mundo, que en realidad eran mundos enteros, y te preguntabas si habría alguien en ellos; mejor todavía, te sentías seguro de que era imposible que todos estuviesen vacíos, sólo cáscaras de nuez fosforescente, cementerios sin muertos ni siquiera tumbas; todavía mejor, sabías que desde uno de esos puntos que señalabas, al otro lado, estabas tú mismo con el dedo en alto, y eso, esa visión distorsionada, era tan maravillosa como la vida entera.

Hoy, hasta Google se ha vestido de gala para celebrar el descubrimiento de siete nuevos exoplanetas* muy especiales, por su tamaño similar al de nuestra gran canica azul. Al menos tres o cuatro de ellos se mantienen a una distancia adecuada para la vida de la estrella central, llamada Trappist-1; una enana roja con un brillo mil veces menor al de nuestro Sol. Si en algún momento  monto un grupo de trap, ahora tan de moda, será con ese nombre.

Como el astro es menor, también los planetas están más cerca y siguen órbitas más pequeñas, y tanta proximidad puede ser negativa para el vecindario estelar, más allá de que los años duren un puñado de horas: mostrar siempre la misma cara  a Trappist-1, (como ocurre con nuestro satélite, que no muestra nunca su Dark side of the Moon); provocará fácilmente contrastes extremos (zonas abrasadas, "países" siempre en la oscuridad) y condiciones climáticas apocalípticas: tormentas, huracanes. Eso sin contar con la radiación propia de un cuerpo gigantesco que se dedica a la fusión nuclear. En cualquier caso, los científicos se han mostrado optimistas, y en algún tiempo nos informarán sobre la atmósfera y la superficie de estos planetas (quizás con agua líquida, quizás rebosantes de vida). Y entonces recuerdo por qué renuncié a mi fulgurante carrera como astrónomo, más fugaz que las Perseidas.

¿Existe alguna ocupación más romántica; en el sentido bello, pero también patético, desmesurado, ilógico, del término? Aunque descubramos pronto que en el "Trappist 1 System" existen formas de vida, ¿cuánto tardaríamos en llegar hasta allí, teniendo en cuenta que nos encontramos a 39 años luz de distancia? ¿Cien años quizás, mordiéndonos las uñas, soñando como posesos con alguna maravillosa e inimaginable forma de vida alienígena? ¿Es que nadie piensa en los científicos, los escritores de ciencia ficción, los niños pequeños que miramos al cielo, devanándonos los sesos día y noche, claudicando ante los límites espacio-temporales de nuestra endeble existencia, durmiendo sin poder dormir en el abrazo venenoso de alguna fantasía enfermiza?

Imaginemos que alguien llega al tercer planeta del sistema y todo es maravilloso allí, en los aledaños de Trappist-1, ¿cuánto tardaría en llegar el mensaje? ¿50 años más? Ni una conciencia atroz merece tal sufrimiento, imaginaos esta cadena casi perpetua para un alma iluminada, un alma pura que sueña con la ciencia. Señores y señoras de la NASA, por favor, mañana no vayáis a trabajar. Ya habéis descubierto miles de planetas como éstos, ¿queréis que nos dé algo, que nos derritamos en nuestra propia ilusión?

*Planeta que no pertenece a nuestro sistema solar.




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