sábado, 10 de septiembre de 2016

HAMBRE


El Sol, que habían dejado atrás, es un iceberg amarillo cayendo dulcemente sobre el verde verdísimo, derrotado por el acercarse de la noche. Ascienden ambos la colina escarpada. El más pequeño no lleva nada consigo, cuando sube entre las piedras posa sobre las rodillas necesitadas de ayuda sus manos también pequeñas. Existen ruidos pero suaves, naturales; aquí una cabra, allí la tenue respiración de un lago azul, centelleando. El mayor arrastra consigo un  bastón con el que tienta lo que pisa, toca lo que ve y guía su rebaño tranquilo. Llevan horas caminando, adelanta y atrasa Manuel sus pies castigados por el mal camino y peor calzado. No ha visto todavía una gota, pero sabe que antes de acostarse, cuando se descalce, habrá una herida abierta y viscosa, todavía ardiente aunque ya no toque el suelo. Porque la siente: su ubicación exacta, su tamaño, todo lo que le duele. Pregunta por algo de comer, aunque sea pequeño y poco, su padre acarrea unas hogazas de pan y eso le contesta, pues es severo pero no mentiroso. Para su asombro, no por entereza sino terquedad, su hijo las rechaza, no le valen y pide otra cosa. -Otra cosa no hay- inevitable contestación - pero en breves momentos pasará por aquí el melero, y gracias al poco de miel con que untes estos mendrugos, lo áspero y caduco te parecerá sabroso, por la imparable combinación de sabores que la obra de las pacientes abejas tiene con todo.-

Dulce, dorada

Suben y bajan una escalera deforme, como una lagartija de piedra mordiéndose su larga cola, que se retuerce cuando pasan y Manuel nota la sangre resbalando, escurriéndose tras el suelo que pisa y nadie más que él y su padre -que le obliga a continuar- ha pisado en muchos días. Grita cada vez más, porque Manuel se queda atrás, porque no se acerca y para que se acerque. Manuel murmura -maldición de cosas sagradas-, susurra -hambre-, pregunta -melero-. Su padre le contesta que casi ha llegado, a la vista está que no todavía, pero cuando se dé cuenta estará paladeando el grato bocado que le corresponde, texturas magistrales, salsa divina como no hay otra.

De puro, puto cansancio, no le coinciden al niño los colores y las formas visibles: ríos redondos rojos volando, árboles cuadrados morados tendidos en el suelo, flores aladas como pájaros y pájaros mordidos como flores. Eso le parece gracioso, no se ríe para no desfallecer, luego para no desfallecer se ríe; al final, agotado, le pide a su padre el pan reseco que había despreciado en un cercano momento pasado de alguien que ya era otro.

 El melero, ese ser del que sólo sabe su importancia y poca puntualidad: parece que no aparece. Su progenitor le acerca el pan estropeado de días, rancio y rajado, convertido en comida por el milagro de su desesperación. Está Manuel tan hecho trizas que le sabe a gloria, tripas personificadas bailan y lloran. -Ves-, le contesta su tutor carnal, que por fin se detiene a su lado y le reconforta, -ya llegó el melero-.



Fotografía extraída de PhotoPin

photo credit: <a href="http://www.flickr.com/photos/47982129@N07/29564818395">Reacomodos de la geografía</a> via <a href="http://photopin.com">photopin</a> <a href="https://creativecommons.org/licenses/by-nc/2.0/">(license)</a>

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