Cuántos vivimos en la simplificación del no
hacer todas las cosas. Te das cuenta de repente, estás pelando unas gambas o
expurgando trozos pequeños de conejo y parece que da tanto trabajo que no
merece la pena comerlos. “Por eso no me gusta el marisco”, dices mientras
intentas aprovechar cuatro patas de centolla.
Pero te paras a pensar y lo más seguro es que
ni siquiera hayas puesto la mesa ese día. Estáis seis sentados, con los
correspondientes platos, vasos y cubiertos; más una servilleta por cabeza y algunos trozos de pan (mendrugos, si queremos dárnoslas de listos). Y probablemente no
has puesto la mesa ayer, ni antes de ayer, y pocos de esos días atrás de los
que ya es difícil que puedas acordarte.
Por supuesto, tampoco habrás cocinado nunca
unos langostinos. Te cuesta arrancar las cáscaras a unas castañas en la amnesia
de que más cuesta hacerlas al horno. En tiempo, en paciencia y esfuerzo. Pero
como eso no lo has hecho tú, despojarlas de un par de capas parece todo y
parece demasiado.
También se olvida que la leche no sale del
brick; los lenguados, feos que son, hay que ir al mar a buscar su careta extraña;
y cuidar los pollos durante años, aunque aquí ‘cuidar’ podría ser un eufemismo.
Se sacrifican en pos de una Humanidad más o menos humana, después son transportados de
un sitio a otro, vamos, que no nacen muertos en la nevera.
Y sobre todo son eso, vidas, aunque fueran más
pequeñas que un pulgar, cómo íbamos a quejarnos de su última defensa si no fue
suficiente. Deberíamos bendecir la mesa o es como maldecir el mundo entero.
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Créditos de la foto
Autor: GuilleDes; www.flickr.com/photos
Título: Sabroso Pedregal
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