jueves, 8 de diciembre de 2016

Cuidar los libros




Desde pequeños se nos inculca, tanto o más que leerlos. Pero esos que hablan de cuidar los libros, ni los pasan ni repasan, no han deletreado una sola frase: los tomos son para ellos adornos pasivos -intercambiables- de estanterías. Los tocan una vez al año, para limpiar el polvo del anaquel. Por eso no saben que el progreso del caos es inexorable: mejor desgastar ahora leyendo que se arruinen luego solos sin nunca nada, de puro pasar del tiempo. 

El libro inmaculado, impecable, es  una realidad terrible. No ha sido nunca ni hojeado siquiera, muerto antes de nacer, sin heridas ni cicatrices.

Son...

Una manera útil o inútil de dar buena imagen a las visitas que tampoco leen. A esos compendios perdidos de verdades y mentiras jamás le han acariciado unas manos y una respiración. 

-maceta en la cabeza, piernas enterradas-

Yo sí desgasto, yo aniquilo lo más lentamente posible un libro que amo, disfrutando del trayecto que somos: arrugo las páginas, garabateo y completo márgenes con trastorno de publicista, emborrono desordenadamente, termino la invisibilidad de toda frase maravillosa que me encuentre. Las condeno al furioso estigma de mis bolígrafos negros destintados, goteando, chorreando tinta.

Ilumino escondrijos, denuncio divinidades y tristezas satánicas.

E intento releerlas luego, aprehenderlas como si se me clavaran, escribirlas de nuevo.



(para acotar un mundo basto, enorme hasta lo perverso; elaboro una guía turística de ideas y capítulos para viajeros con prisa).

Marco los libros que marcan. Es una relación recíproca. 

Este es un llamamiento. 

Nunca me dejéis un libro. Podríamos destrozarnos.

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